Monday, August 25, 2008

UNA FALSA DISYUNTIVA

por Amylkar D. Acosta M[1]

“Mire, vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se
parecen, no son gigantes, sino molinos de viento¨. El Quijote

La crisis energética provocada por la espiral alcista de los precios del crudo y el pánico provocado por el cambio climático han puesto en un primer plano de la escena mundial a los biocombustibles. Estos, además de reducir la dependencia con respecto a los combustibles de origen fósil, son renovables y contribuyen a reducir las emisiones de CO2 al medio ambiente. Primero fue Brasil con el etanol y luego Alemania con el biodiesel los países que incursionaron en este nuevo mercado que está haciendo furor en todo el planeta. Pero, este desarrollo no ha estado exento de críticas y reparos. En primer lugar se plantea su ineficiencia, en la medida que su producción arroja un balance energético neto negativo; esto es, que es más la energía que se consume en el proceso de su producción que la efectivamente contenida en el producto. En segundo término, se alega que al analizar el ciclo de vida del proceso de su producción, este resulta contraproducente en la medida que son mayores las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) a la atmósfera que la reducción de las mismas como resultado de la mezcla. Y, finalmente, se les responsabiliza del alza inusitada de los precios de los alimentos, porque supuestamente la mayor demanda de productos agrícolas como insumos para la producción de los biocombustibles los ha presionado al alza.
Sin embargo, a nuestro juicio se incurre en un error garrafal al meter a todos los biocombustibles en el mismo costal a la hora de la evaluación costo – beneficio de los mismos, sin reparar en la materia prima utilizada y en el tipo de procesos involucrados, que son los que hacen la diferencia. Para producir el etanol, por ejemplo, se utiliza fundamentalmente el maíz en los EEUU y la caña de azúcar en Brasil. Al someter a prueba uno y otro proceso, es evidente que en el caso del etanol a partir de la caña de azúcar nos muestra unos resultados ampliamente satisfactorios tanto en relación al balance energético neto como de ciclo de vida; no podemos afirmar lo mismo en referencia al obtenido a partir del maíz. Otro tanto puede afirmarse con relación a la producción del biodiesel; no es lo mismo extraerlo de la palma africana que de la colza o de la soja. Y, en cuanto a su incidencia en los precios de los alimentos, está demostrado que los biocombustibles no han sido determinantes del alza de los mismos, ni siquiera han servido de detonante de esta. Para la muestra un botón, tenemos que la volatilidad del precio internacional del azúcar no se ha visto perturbada por la producción de etanol con base en la caña de azúcar. Si analizamos el Índice de Precios al Productor (IPP) en el caso colombiano, para nuestra sorpresa, damos con que el precio del azúcar al productor nacional cayó un 9% entre diciembre de 2003 y diciembre de 2007, a contrapelo del alza de un 17% que experimentó el resto de productos alimenticios del país. Es evidente, entonces, que no existe una correlación entre el alza de precios de los alimentos y el desarrollo de la industria de los biocombustibles, como con alguna ligereza se afirma sin consultar la realidad.
Es más, en el último trimestre la presión sobre los precios de los alimentos ha cedido y han empezado a desinflarse, sin que se haya aplazado o congelado ninguno de los proyectos importantes de producción de biocombustibles en marcha. Más bien, ello se explica por la recesión global en ciernes, el repunte del dólar, la caída del precio del petróleo, el aumento de la producción agrícola jalonada por los mejores precios y sobre todo porque estos factores han disuadido a los corredores de los mercados de futuro de los commodities que se habían refugiado en los mismos y ahora están liquidando algunas de sus posiciones. De hecho, el trigo en la primera semana de agosto se cotizó en la Bolsa de Kansas a US $296.70 por tonelada, después de haber alcanzado una marca de US $488.05 a mediados de marzo; por su parte, el maíz cerró a comienzos de agosto en US $206.76, luego que alcanzara un tope de US $297.07 el pasado 29 de junio. Entre tanto, la soja se desplomó y de US $609.21 al que se transó el 4 de julio pasó a US $463.85 la tonelada el 11 de agosto. Es fácil, entonces, concluir que la tendencia de los altos precios de los alimentos y en general de los productos básicos, incluido el petróleo, se está revirtiendo, aunque todavía es demasiado temprano para predecir hasta cuándo. No sabemos hasta dónde tendrá razón José Graciano da Silva, director regional para América Latina y el Caribe de la FAO, cuando afirma que “lo peor ya pasó”; lo cierto es que ha cambiado la dinámica del mercado, espantando de esta manera el fantasma de la crisis alimentaria que ya rondaba especialmente a los países en desarrollo.

Bogotá, agosto 22 de 2008

[1] Ex presidente del Congreso de la República de Colombia

EDITORIAL del NY Times del 22 de Agosto de 2008

Escoja Sr. Uribe

El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, debe decirle a sus amigos que no quiere un tercer mandato. La semana pasada, sus seguidores entregaron cinco millones de firmas a las autoridades electorales llamando a un referéndum para modificar la constitución para que el Señor Uribe pueda aspirar una vez más a un nuevo período presidencial. Colombia ya ha modificado su Constitución una vez para que el Sr. Uribe pudiera ser reelegido en el 2006.

El Señor Uribe ha hecho importantes progresos en la guerra contra la brutal guerrilla izquierdista, y ha frenado la implacable violencia en Colombia. Su puntaje de aprobación llegó al 90 por ciento el mes pasado tras la atrevida operación para rescatar a varios rehenes de alto perfil. Pero él ha mostrado muy poco respeto por las instituciones de la democracia colombiana.
Después que la Corte Suprema inició la investigación a docenas de sus aliados del Congreso por presuntos vínculos con paramilitares de la extrema derecha, acusó al tribunal de tener una motivación política. Él ha propuesto reformas que eliminarían la investigación por parte de la Corte Suprema de Justicia a los miembros del Congreso.

El plan tiene pocas probabilidades de encontrar alguna resistencia. Los partidos aliadas con el Sr Uribe tienen una amplia mayoría en el Congreso, y aproximadamente una quinta parte de los miembros del Congreso están bajo investigación o han sido detenidos en estos casos.

El vecindario de Colombia tiene demasiados dirigentes con actitud autoritaria. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha apalancado su enorme popularidad para tomar control de prácticamente todos los aspectos de la política y la vida económica del país. En Venezuela los votantes bloquearon sabiamente sus planes de reelección indefinida. Los Presidentes Evo Morales de Bolivia y Rafael Correa de Ecuador también están tratando de modificar sus constituciones para poder ser elegidos de nuevo.

La región necesita la democracia, respaldada por instituciones fuertes. No necesitamos más hombres fuertes - no obstante lo populares que puedan ser o lo indispensables que se consideren a sí mismos. El Sr. Uribe debe dejar en claro - ahora - que este será su último término. Si lo hace, será recordado como el líder que trajo de regreso del borde del abismo a Colombia y la puso en el camino hacia la paz. Si se decide a cambiar la constitución para que poder permanecer, empañará su legado y debilitará aún más el sistema de frenos y contrapesos que son esenciales para la democracia de Colombia.

Thursday, August 14, 2008

DE LA EUFORIA AL PESIMISMO


por Amylkar D. Acosta M[1]

Todo discurso demasiado enfático y vehemente,
suele encubrir lo contrario de lo que se pregona.

El pasado 7 y 8 de agosto tuvo lugar en La Heroica la LXIV Asamblea anual de la ANDI, la cual contó con la participación del profesor de economía de la Universidad de Harvard y fue clausurada por el Presidente de la República, Alvaro Uribe Vélez. Dicha Asamblea coincidió con el corte de cuentas que hicieron tanto el gobierno como los analistas económicos, con motivo de completarse seis años de la administración Uribe. A diferencia de la Asamblea del año pasado, que se realizó en momentos que la economía se encontraba en la cresta de la ola de un crecimiento inusitado del PIB que cerró en el 7.5%, esta vez la economía sorprendió a los afiliados a la ANDI y al país todo en plena desaceleración, combinada con una inflación galopante. En lugar de un descenso suave del crecimiento de la economía como el que se esperaba, el primer trimestre de este año registró un 4.1% de expansión, lo cual representó un fuerte bajonazo con respecto a igual período del año anterior, que fue de 9.1%. Este quiebre de la tendencia que traía la economía se consolidó en el curso del primer semestre, pues, la producción industrial creció un anémico 1% con respecto a igual período del año anterior. Ello explica el cambio tan ostensible en la percepción de la coyuntura por parte de los industriales, como lo pone de manifiesto la más reciente Encuesta de Opinión Industrial de la ANDI del mes de junio. Mientras a finales de 2007 el 71% de los industriales calificaba como buena la situación de su empresa y el 40.3% tenía mejores expectativas para el futuro inmediato, ahora sólo el 56.10% cree que su empresa atraviesa por un buen momento y 36.4% confía en que el negocio mejorará.

A contrario sensu del feeling de los empresarios, el discurso del Presidente Uribe rezumaba optimismo en toda su extensión. Trajo a colación el impresionante crecimiento de la Inversión Extranjera Directa (IED), que ha tenido un gran repunte en los últimos años, igual que ha acontecido en el resto de Latinoamérica. Resaltó él que la participación de la IED pasó del 12%, en el que se estancó por un largo período, al 28%; el año anterior superó los US $9.300 millones y se aspira a rebasar los US $10.000 millones este año, de hecho a julio 18 ya registraba US $5.090 millones, 29% más que igual período de 2007. Él atribuye este buen desempeño de la IED a la “confianza inversionista”, como la entiende el gobierno[2] y a ella le apuesta para “pasar este mal momento, con dificultades muy inferiores a las que podríamos atravesar”[3]. “Para estimular empleo de buena calidad, con afiliación a la seguridad social, lo que necesitamos es estimular la inversión”[4], enfatizó el Presidente; pero, las estadísticas lo contradicen, pues a pesar de tan buen desempeño de la inversión privada persiste la alta tasa de desempleo y más del 61.2% del empleo se debate entre la informalidad y la precariedad[5].

La “confianza inversionista”, entendida como el blindaje que se le ofrece a los inversionista mediante acuerdos que se suscriben al amparo de la Ley 963 de 2005, se ha convertido en una obsesión para el gobierno. Pero, al tiempo que se pregona la “confianza inversionista”, se aduce que “En un Estado de Opinión los temas constitucionales son de opinión”[6], para justificar los constantes cambios a la Constitución Nacional, la Ley de leyes, hasta hacer de ella una Carta a la carta. Ello es lo más atentatorio contra la confianza inversionista, como la entienden las firmas calificadoras de riesgo. Para la reconocida firma Moody´s, el manoseo de la Constitución es motivo de preocupación y así lo ha manifestado[7], lo cual aleja las posibilidades de obtener el grado de inversión para la deuda soberana de Colombia, como ya se lo otorgó a Brasil y Perú la agencia Standard & Poor (S & P) recientemente. La reflexión del Nóbel de Economía 1993 Douglas North, institucionalista por excelencia[8], a propósito de la pretensión de Menen de hacerse reelegir a despecho de lo que disponía la Constitución argentina, no puede ser más aleccionadora. Advierte él que cuando un Presidente “es tan poderoso que puede cambiar la Ley cuando le estorba, lo que se tiene en el fondo es una situación en la que la economía depende de los caprichos de los políticos. Y eso generalmente es un desastre”. Cualquier parecido con la realidad colombiana es pura coincidencia.

Bogotá, agosto 13 de 2008

[1] Ex presidente del Congreso de la República
[2] Amylkar D. Acosta M. A propósito de la confianza inversionista. Febrero, 17 de 2008
[3] Alvaro Uribe Vélez, Presidente de la República. Discurso de clausura Asamblea de la ANDI, Cartagena, agosto 8 de 2008
[4] Idem
[5] DNP. Carolina Rentaría. Informalidad en Colombia: qué hacer?
[6] El Tiempo. Alvaro Uribe Vélez, Presidente de la República. Febrero, 22 de 2004
[7] Portafolio. Agosto, 6 de 2008
[8] Douglas North. Instituciones, cambio institucional y desempeño económico, 2004

Sunday, August 10, 2008

Storms on the Horizon

Richard W. Fisher - President and CEO of the Federal Reserve Bank of Dallas.

Remarks before the Commonwealth Club of California
San Francisco, California
May 28, 2008

Thank you, Bruce [Ericson]. I am honored to be here this evening and am grateful for the invitation to speak to the Commonwealth Club of California.

Alan Greenspan and Paul Volcker, two of Ben Bernanke’s linear ancestors as chairmen of the Federal Reserve, have been in the news quite a bit lately. Yet, we rarely hear about William McChesney Martin, a magnificent public servant who was Fed chairman during five presidencies and to this day holds the record for the longest tenure: 19 years.

Chairman Martin had a way with words. And he had a twinkle in his eye. It was Bill Martin who wisely and succinctly defined the Federal Reserve as having the unenviable task “to take away the punchbowl just as the party gets going.” He did himself one up when he received the Alfalfa Club’s nomination for the presidency of the United States. I suspect many here tonight have been to the annual Alfalfa dinner. It is one of the great institutions in Washington, D.C. Once a year, it holds a dinner devoted solely to poking fun at the political pretensions of the day. Tongue firmly in cheek, the club nominates a candidate to run for the presidency on the Alfalfa Party ticket. Of course, none of them ever win. Nominees are thenceforth known for evermore as members of the Stassen Society, named for Harold Stassen, who ran for president nine times and lost every time, then ran a tenth time on the Alfalfa ticket and lost again. The motto of the group is Veni, Vidi, Defici—“I came, I saw, I lost.”

Bill Martin was nominated to run and lose on the Alfalfa Party ticket in 1966, while serving as Fed chairman during Lyndon Johnson’s term. In his acceptance speech,[1] he announced that, given his proclivities as a central banker, he would take his cues from the German philosopher Goethe, “who said that people could endure anything except continual prosperity.” Therefore, Martin declared, he would adopt a platform proclaiming that as a president he planned to “make life endurable again by stamping out prosperity.”

“I shall conduct the administration of the country,” he said, “exactly as I have so successfully conducted the affairs of the Federal Reserve. To that end, I shall assemble the best brains that can be found…ask their advice on all matters…and completely confound them by following all their conflicting counsel.”

It is true, Bruce, that as you said in your introduction, I am one of the 17 people who participate in Federal Open Market Committee (FOMC) deliberations and provide Ben Bernanke with “conflicting counsel” as the committee cobbles together a monetary policy that seeks to promote America’s economic prosperity, Goethe to the contrary. But tonight I speak for neither the committee, nor the chairman, nor any of the other good people that serve the Federal Reserve System. I speak solely in my own capacity. I want to speak to you tonight about an economic problem that we must soon confront or else risk losing our primacy as the world’s most powerful and dynamic economy.

Forty-three years ago this Sunday, Bill Martin delivered a commencement address to Columbia University that was far more sober than his Alfalfa Club speech. The opening lines of that Columbia address [2] were as follows: “When economic prospects are at their brightest, the dangers of complacency and recklessness are greatest. As our prosperity proceeds on its record-breaking path, it behooves every one of us to scan the horizon of our national and international economy for danger signals so as to be ready for any storm.”

Today, our fellow citizens and financial markets are paying the price for falling victim to the complacency and recklessness Martin warned against. Few scanned the horizon for trouble brewing as we proceeded along a path of unparalleled prosperity fueled by an unsustainable housing bubble and unbridled credit markets. Armchair or Monday morning quarterbacks will long debate whether the Fed could have/should have/would have taken away the punchbowl that lubricated that blowout party. I have given my opinion on that matter elsewhere and won’t go near that subject tonight. What counts now is what we have done more recently and where we go from here. Whatever the sins of omission or commission committed by our predecessors, the Bernanke FOMC’s objective is to use a new set of tools to calm the tempest in the credit markets to get them back to functioning in a more orderly fashion. We trust that the various term credit facilities we have recently introduced are helping restore confidence while the credit markets undertake self-corrective initiatives and lawmakers consider new regulatory schemes.

I am also not going to engage in a discussion of present monetary policy tonight, except to say that if inflationary developments and, more important, inflation expectations, continue to worsen, I would expect a change of course in monetary policy to occur sooner rather than later, even in the face of an anemic economic scenario. Inflation is the most insidious enemy of capitalism. No central banker can countenance it, not least the men and women of the Federal Reserve.

Tonight, I want to talk about a different matter. In keeping with Bill Martin’s advice, I have been scanning the horizon for danger signals even as we continue working to recover from the recent turmoil. In the distance, I see a frightful storm brewing in the form of untethered government debt. I choose the words—“frightful storm”—deliberately to avoid hyperbole.
Unless we take steps to deal with it, the long-term fiscal situation of the federal government will be unimaginably more devastating to our economic prosperity than the subprime debacle and the recent debauching of credit markets that we are now working so hard to correct.

You might wonder why a central banker would be concerned with fiscal matters. Fiscal policy is, after all, the responsibility of the Congress, not the Federal Reserve. Congress, and Congress alone, has the power to tax and spend. From this monetary policymaker’s point of view, though, deficits matter for what we do at the Fed. There are many reasons why. Economists have found that structural deficits raise long-run interest rates, complicating the Fed’s dual mandate to develop a monetary policy that promotes sustainable, noninflationary growth. The even more disturbing dark and dirty secret about deficits—especially when they careen out of control—is that they create political pressure on central bankers to adopt looser monetary policy down the road. I will return to that shortly. First, let me give you the unvarnished facts of our nation’s fiscal predicament.

Eight years ago, our federal budget, crafted by a Democratic president and enacted by a Republican Congress, produced a fiscal surplus of $236 billion, the first surplus in almost 40 years and the highest nominal-dollar surplus in American history. While the Fed is scrupulously nonpartisan and nonpolitical, I mention this to emphasize that the deficit/debt issue knows no party and can be solved only by both parties working together. For a brief time, with surpluses projected into the future as far as the eye could see, economists and policymakers alike began to contemplate a bucolic future in which interest payments would form an ever-declining share of federal outlays, a future where Treasury bonds and debt-ceiling legislation would become dusty relics of a long-forgotten past. The Fed even had concerns about how open market operations would be conducted in a marketplace short of Treasury debt.

That utopian scenario did not last for long. Over the next seven years, federal spending grew at a 6.2 percent nominal annual rate while receipts grew at only 3.5 percent. Of course, certain areas of government, like national defense, had to spend more in the wake of 9/11. But nondefense discretionary spending actually rose 6.4 percent annually during this timeframe, outpacing the growth in total expenditures. Deficits soon returned, reaching an expected $410 billion for 2008—a $600 billion swing from where we were just eight years ago. This $410 billion estimate, by the way, was made before the recently passed farm bill and supplemental defense appropriation and without considering a proposed patch for the Alternative Minimum Tax—all measures that will lead to a further ballooning of government deficits.

In keeping with the tradition of rosy scenarios, official budget projections suggest this deficit will be relatively short-lived. They almost always do. According to the official calculus, following a second $400-billion-plus deficit in 2009, the red ink should fall to $160 billion in 2010 and $95 billion in 2011, and then the budget swings to a $48 billion surplus in 2012.

If you do the math, however, you might be forgiven for sensing that these felicitous projections look a tad dodgy. To reach the projected 2012 surplus, outlays are assumed to rise at a 2.4 percent nominal annual rate over the next four years—less than half as fast as they rose the previous seven years. Revenue is assumed to rise at a 6.7 percent nominal annual rate over the next four years—almost double the rate of the past seven years. Using spending and revenue growth rates that have actually prevailed in recent years, the 2012 surplus quickly evaporates and becomes a deficit, potentially of several hundred billion dollars.

Doing deficit math is always a sobering exercise. It becomes an outright painful one when you apply your calculator to the long-run fiscal challenge posed by entitlement programs. Were I not a taciturn central banker, I would say the mathematics of the long-term outlook for entitlements, left unchanged, is nothing short of catastrophic.

Typically, critics ranging from the Concord Coalition to Ross Perot begin by wringing their collective hands over the unfunded liabilities of Social Security. A little history gives you a view as to why. Franklin Roosevelt originally conceived a social security system in which individuals would fund their own retirements through payroll-tax contributions. But Congress quickly realized that such a system could not put much money into the pockets of indigent elderly citizens ravaged by the Great Depression. Instead, a pay-as-you-go funding system was embraced, making each generation’s retirement the responsibility of its children.

Now, fast forward 70 or so years and ask this question: What is the mathematical predicament of Social Security today? Answer: The amount of money the Social Security system would need today to cover all unfunded liabilities from now on—what fiscal economists call the “infinite horizon discounted value” of what has already been promised recipients but has no funding mechanism currently in place—is $13.6 trillion, an amount slightly less than the annual gross domestic product of the United States.

Demographics explain why this is so. Birthrates have fallen dramatically, reducing the worker–retiree ratio and leaving today’s workers pulling a bigger load than the system designers ever envisioned. Life spans have lengthened without a corresponding increase in the retirement age, leaving retirees in a position to receive benefits far longer than the system designers envisioned. Formulae for benefits and cost-of-living adjustments have also contributed to the growth in unfunded liabilities.

The good news is this Social Security shortfall might be manageable. While the issues regarding Social Security reform are complex, it is at least possible to imagine how Congress might find, within a $14 trillion economy, ways to wrestle with a $13 trillion unfunded liability. The bad news is that Social Security is the lesser of our entitlement worries. It is but the tip of the unfunded liability iceberg. The much bigger concern is Medicare, a program established in 1965, the same prosperous year that Bill Martin cautioned his Columbia University audience to be wary of complacency and storms on the horizon.

Medicare was a pay-as-you-go program from the very beginning, despite warnings from some congressional leaders—Wilbur Mills was the most credible of them before he succumbed to the pay-as-you-go wiles of Fanne Foxe, the Argentine Firecracker—who foresaw some of the long-term fiscal issues such a financing system could pose. Unfortunately, they were right.

Please sit tight while I walk you through the math of Medicare. As you may know, the program comes in three parts: Medicare Part A, which covers hospital stays; Medicare B, which covers doctor visits; and Medicare D, the drug benefit that went into effect just 29 months ago. The infinite-horizon present discounted value of the unfunded liability for Medicare A is $34.4 trillion. The unfunded liability of Medicare B is an additional $34 trillion. The shortfall for Medicare D adds another $17.2 trillion. The total? If you wanted to cover the unfunded liability of all three programs today, you would be stuck with an $85.6 trillion bill. That is more than six times as large as the bill for Social Security. It is more than six times the annual output of the entire U.S. economy.

Why is the Medicare figure so large? There is a mix of reasons, really. In part, it is due to the same birthrate and life-expectancy issues that affect Social Security. In part, it is due to ever-costlier advances in medical technology and the willingness of Medicare to pay for them. And in part, it is due to expanded benefits—the new drug benefit program’s unfunded liability is by itself one-third greater than all of Social Security’s.

Add together the unfunded liabilities from Medicare and Social Security, and it comes to $99.2 trillion over the infinite horizon. Traditional Medicare composes about 69 percent, the new drug benefit roughly 17 percent and Social Security the remaining 14 percent.

I want to remind you that I am only talking about the unfunded portions of Social Security and Medicare. It is what the current payment scheme of Social Security payroll taxes, Medicare payroll taxes, membership fees for Medicare B, copays, deductibles and all other revenue currently channeled to our entitlement system will not cover under current rules. These existing revenue streams must remain in place in perpetuity to handle the “funded” entitlement liabilities. Reduce or eliminate this income and the unfunded liability grows. Increase benefits and the liability grows as well.

Let’s say you and I and Bruce Ericson and every U.S. citizen who is alive today decided to fully address this unfunded liability through lump-sum payments from our own pocketbooks, so that all of us and all future generations could be secure in the knowledge that we and they would receive promised benefits in perpetuity. How much would we have to pay if we split the tab? Again, the math is painful. With a total population of 304 million, from infants to the elderly, the per-person payment to the federal treasury would come to $330,000. This comes to $1.3 million per family of four—over 25 times the average household’s income.

Clearly, once-and-for-all contributions would be an unbearable burden. Alternatively, we could address the entitlement shortfall through policy changes that would affect ourselves and future generations. For example, a permanent 68 percent increase in federal income tax revenue—from individual and corporate taxpayers—would suffice to fully fund our entitlement programs. Or we could instead divert 68 percent of current income-tax revenues from their intended uses to the entitlement system, which would accomplish the same thing.

Suppose we decided to tackle the issue solely on the spending side. It turns out that total discretionary spending in the federal budget, if maintained at its current share of GDP in perpetuity, is 3 percent larger than the entitlement shortfall. So all we would have to do to fully fund our nation’s entitlement programs would be to cut discretionary spending by 97 percent. But hold on. That discretionary spending includes defense and national security, education, the environment and many other areas, not just those controversial earmarks that make the evening news. All of them would have to be cut—almost eliminated, really—to tackle this problem through discretionary spending.

I hope that gives you some idea of just how large the problem is. And just to drive an important point home, these spending cuts or tax increases would need to be made immediately and maintained in perpetuity to solve the entitlement deficit problem. Discretionary spending would have to be reduced by 97 percent not only for our generation, but for our children and their children and every generation of children to come. And similarly on the taxation side, income tax revenue would have to rise 68 percent and remain that high forever. Remember, though, I said tax revenue, not tax rates. Who knows how much individual and corporate tax rates would have to change to increase revenue by 68 percent? If these possible solutions to the unfunded-liability problem seem draconian, it’s because they are draconian. But they do serve to give you a sense of the severity of the problem. To be sure, there are ways to lessen the reliance on any single policy and the burden borne by any particular set of citizens. Most proposals to address long-term entitlement debt, for example, rely on a combination of tax increases, benefit reductions and eligibility changes to find the trillions necessary to safeguard the system over the long term.
No combination of tax hikes and spending cuts, though, will change the total burden borne by current and future generations. For the existing unfunded liabilities to be covered in the end, someone must pay $99.2 trillion more or receive $99.2 trillion less than they have been currently promised. This is a cold, hard fact. The decision we must make is whether to shoulder a substantial portion of that burden today or compel future generations to bear its full weight.

Now that you are all thoroughly depressed, let me come back to monetary policy and the Fed.

It is only natural to cast about for a solution—any solution—to avoid the fiscal pain we know is necessary because we succumbed to complacency and put off dealing with this looming fiscal disaster. Throughout history, many nations, when confronted by sizable debts they were unable or unwilling to repay, have seized upon an apparently painless solution to this dilemma: monetization. Just have the monetary authority run cash off the printing presses until the debt is repaid, the story goes, then promise to be responsible from that point on and hope your sins will be forgiven by God and Milton Friedman and everyone else.

We know from centuries of evidence in countless economies, from ancient Rome to today’s Zimbabwe, that running the printing press to pay off today’s bills leads to much worse problems later on. The inflation that results from the flood of money into the economy turns out to be far worse than the fiscal pain those countries hoped to avoid. Earlier I mentioned the Fed’s dual mandate to manage growth and inflation. In the long run, growth cannot be sustained if markets are undermined by inflation. Stable prices go hand in hand with achieving sustainable economic growth. I have said many, many times that inflation is a sinister beast that, if uncaged, devours savings, erodes consumers’ purchasing power, decimates returns on capital, undermines the reliability of financial accounting, distracts the attention of corporate management, undercuts employment growth and real wages, and debases the currency.

Purging rampant inflation and a debased currency requires administering a harsh medicine. We have been there, and we know the cure that was wrought by the FOMC under Paul Volcker. Even the perception that the Fed is pursuing a cheap-money strategy to accommodate fiscal burdens, should it take root, is a paramount risk to the long-term welfare of the U.S. economy.
The Federal Reserve will never let this happen. It is not an option. Ever. Period.

The way we resolve these liabilities—and resolve them we must—will affect our own well-being as well as the prospects of future generations and the global economy. Failing to face up to our responsibility will produce the mother of all financial storms. The warning signals have been flashing for years, but we find it easier to ignore them than to take action. Will we take the painful fiscal steps necessary to prevent the storm by reducing and eventually eliminating our fiscal imbalances? That depends on you.

I mean “you” literally. This situation is of your own creation. When you berate your representatives or senators or presidents for the mess we are in, you are really berating yourself. You elect them. You are the ones who let them get away with burdening your children and grandchildren rather than yourselves with the bill for your entitlement programs.

This issue transcends political affiliation. When George Shultz, one of San Francisco’s greatest Republican public servants, was director of President Nixon’s Office of Management and Budget, he became worried about the amount of money Congress was proposing to spend. After some nights of tossing and turning, he called legendary staffer Sam Cohen into his office. Cohen had a long memory of budget matters and knew every zig and zag of budget history. “Sam,” Shultz asked, “tell me something just between you and me. Is there any difference between Republicans and Democrats when it comes to spending money?” Cohen looked at him, furrowed his brow and, after thinking about it, replied, “Mr. Shultz, there is only one difference: Democrats enjoy it more.”

Yet no one, Democrat or Republican, enjoys placing our children and grandchildren and their children and grandchildren in harm’s way. No one wants to see the frightful storm of unfunded long-term liabilities destroy our economy or threaten the independence and authority of our central bank or tear our currency asunder.

Of late, we have heard many complaints about the weakness of the dollar against the euro and other currencies. It was recently argued in the op-ed pages of the Financial Times [3] that one reason for the demise of the British pound was the need to liquidate England’s international reserves to pay off the costs of the Great Wars. In the end, the pound, it was essentially argued, was sunk by the kaiser’s army and Hitler’s bombs. Right now, we—you and I—are launching fiscal bombs against ourselves. You have it in your power as the electors of our fiscal authorities to prevent this destruction. Please do so.

About the Author
Richard W. Fisher is president and CEO of the Federal Reserve Bank of Dallas.

Notes
The views expressed by the author do not necessarily reflect official positions of the Federal Reserve System.

1 - William McChesney Martin, “Alfalfa Club Dinner Script,” delivered at the Alfalfa Club Dinner, Washington, D.C., Jan. 22, 1966, Box 163, William McChesney Martin Collection, Lyndon Baines Johnson Presidential Library, Austin, Texas.
2 - “Does Monetary History Repeat Itself?” Commencement Day Luncheon of the Alumni Federation of Columbia University, June 1, 1965, New York City.
3 - “The Euro’s Success Could Also Be Its Downfall,” by Harold James, Financial Times, May 18, 2008.

Sunday, August 03, 2008

Operación Jaque

Por Mario Vargas Llosa
12/Julio/2008 11:48

La liberación de Ingrid Betancourt, junto con tres norteamericanos y once militares colombianos que llevaban muchos años como rehenes de las FARC, ha sido una hazaña de corte cinematográfico -la destreza, audacia y perfección del rescate hacía pensar en las proezas de Jack Bauer, el héroe de «24»- por la que hay que felicitar, antes que a nadie, al presidente Alvaro Uribe, luego a su ministro de Defensa Juan Manuel Santos y a los anónimos oficiales de inteligencia de las Fuerzas Armadas de Colombia que la diseñaron y ejecutaron.

Esto parece obvio pero no lo es, pues cualquiera que haya ojeado la prensa y escuchado a los medios aquí en Europa en la última semana, diría que el verdadero héroe de la operación ha sido el presidente francés Nicolás Sarkozy quien, sin haber intervenido para nada en la Operación Jaque -así fue bautizado el salvamento-, salvo para obstruirla y demorarla, es quien hasta ahora le ha sacado mayor provecho publicitario. Pero, ya sabemos, la política y los políticos son así.

El rescate no sólo pone fin a los indescriptibles padecimientos a que fueron sometidos a lo largo de muchos años Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio en manos de la organización narcoterrorista en que se han convertido las FARC. Además, pone en evidencia la naturaleza criminal y sádica de esta guerrilla para la que hasta apenas ayer el presidente Chávez de Venezuela, con amplios apoyos en América Latina y en Europa, pedía la legitimación política internacional y que fuera borrada de la lista de partidos, movimientos y grupúsculos terroristas en que aparece, en lugar prominente, en la Unión Europea, los Estados Unidos y la comunidad de países democráticos. Después de haber escuchado el testimonio de la propia Ingrid Betancourt sobre las condiciones en que transcurrió su cautiverio y la conducta y actitudes de sus verdugos, esperemos que nadie -nadie que no sea imbécil o cómplice, se entiende- pretenda todavía presentar a las FARC como un romántico movimiento de idealistas que ha tomado las armas para luchar por la justicia y la igualdad de los colombianos.

Pero la conclusión política más importante que se desprende de la Operación Jaque es la lucidez de visión y el coraje de ese gran estadista latinoamericano que es Alvaro Uribe, el primer gobernante colombiano que, enfrentándose para ello no sólo a sus naturales enemigos -la guerrilla terrorista, el extremismo antidemocrático, los comunistas, Cuba, la Venezuela de Chávez y la internacional de tontos útiles al servicio de la revolución para América Latina- sino, también, a los gobiernos y partidos democráticos de buena parte del mundo que lo demonizaron y acosaron sin descanso todos estos años, ha demostrado en los últimos meses que las FARC no eran invencibles, ni siquiera populares, y que podían ser militarmente derrotadas, con el beneplácito y la resuelta colaboración del pueblo colombiano. No es de extrañar que Uribe, cuya discreción y casi mudez luego del rescate han sido casi totales, a diferencia del aprovechamiento frenético que ha hecho de él, el mandatario francés, goce ahora de un 90% de popularidad, seguramente el más alto porcentaje de respaldo a un gobernante democrático en el mundo entero.

En las decenas de artículos y comentarios que he visto, leído u oído en la prensa a lo largo de la semana referidos a la liberación de Ingrid Betancourt no he visto uno solo que recuerde la insolencia y la insistencia con que el gobierno francés exigió al mandatario colombiano que evitara las acciones militares contra las FARC, y que diera muestras de apaciguamiento y buena voluntad contra la pandilla de asesinos, torturadores, secuestradores y narcotraficantes que anida bajo esas siglas, incluso liberando a uno de sus jerarcas, y las simpatías que mereció en la comunidad internacional la intromisión del presidente Chávez, de Venezuela, y sus afirmaciones de que sólo él era capaz de conseguir la liberación de los rehenes en manos de las FARC (sus amigos y cómplices, como demostraron los ordenadores capturados en el campamento de Raúl Reyes).

Nadie se acuerda ya, por lo visto, que el Parlamento Europeo perpetró la ignominia, hace muy pocos años, de recibir al presidente Uribe con un bosque de carteles de vituperios en manos de diputados socialistas, comunistas y hasta algunos liberales, como a un enemigo de los derechos humanos, y que Al Gore, cuando era vice-presidente de Estados Unidos, se negó a reunirse con él, alegando la misma razón. América Latina ha servido siempre a politicastros europeos y norteamericanos, y buen número de intelectuales, supuestamente demócratas, para darse un disfraz progre y una buena conciencia revolucionaria sin riesgo alguno. Es verdad que la capacidad del extremismo antidemocrático de izquierda para desacreditar y satanizar a sus adversarios es casi infinito, y, por ello, buen número de gobernantes y políticos latinoamericanos, temerosos de ser víctimas de esas campañas de desprestigio montados por la extrema izquierda, ceden y se dejan manipular y paralizar por unas supuestas fuerzas populares que, a menudo, como las FARC, resultan ser, a la postre, unos gigantes con pies de barro.

El presidente Alvaro Uribe no pertenece a esa clase de políticos acomodaticios, pusilánimes y sin principios que tanto abundan en América Latina. Desde que asumió el gobierno dejó muy en claro que, en nombre de la legalidad y de la democracia, se enfrentaría a la guerrilla terrorista con resolución, a la vez que dejándole siempre una puerta abierta para negociar su rendición. Las fantásticas campañas lanzadas contra él en Colombia y en el exterior, y los atentados contra su vida, no lo hicieron cambiar un milímetro en esta línea de conducta que, muy pronto, fueron haciendo suyos sectores cada vez más amplios de la sociedad colombiana, a medida que, como resultado de aquella política, el Estado recuperaba las carreteras y regiones enteras del país, y un sentimiento de esperanza echaba raíces en la población. La Operación Jaque es la culminación de aquel progreso en la lucha contra la barbarie y el terror y un ejemplo de lo que debe ser la conducta de un gobernante democrático frente a quienes han desatado una guerra a muerte contra la democracia y la libertad.

La lucha de Uribe contra el terror se ha llevado a cabo sin menoscabar en lo más mínimo la libertad de prensa, la independencia del poder judicial, la oposición parlamentaria y extra parlamentaria, y haciendo al mismo tiempo un esfuerzo continuo para desarmar a las fuerzas paramilitares y combatir la corrupción, muy extendida por desgracia en el aparato político y estatal y aún en su propio entorno. Aunque ha habido errores y fallos, también en estos campos el progreso ha sido considerable, como lo comprueba cualquiera que vaya a Colombia y viaje por el país y hable con la gente, y lo haga con el espíritu abierto y sin prejuicios. Yo lo he hecho, varias veces en estos años, y cada vez tuve la impresión de que había un avance considerable y que no sólo la esperanza, también las instituciones y la economía mejoraban y las FARC retrocedían. Por eso me parecía una injusticia atroz que el gobernante democrático que con más talento y valentía defendía la libertad en América Latina tuviera en la escena internacional menos consideración y respeto que demagogos pintorescos y ruinosos para sus países como Evo Morales o Hugo Chávez.

¿Cambiarán ahora las cosas? Confiemos en que, por lo menos, algunos ingenuos abran los ojos y entiendan de veras lo que pasa en Colombia. Que la liberación de Ingrid Betancourt y sus catorce compañeros de martirio no fue una casualidad ni un milagro, sino consecuencia de una política inteligente, audaz y firme en defensa de la libertad. La única que corresponde a un gobierno democrático que no quiere suicidarse y entregar a su país al absolutismo y al terror.

¿Qué ocurrirá ahora? Si quisiera reelegirse por tercera vez, Uribe lo conseguiría con absoluta facilidad. Esperemos que no lo haga y que se retire al término de su mandato, para que no se diga de él que la codicia de poder enturbió la formidable tarea que ha realizado. Ahora ya sabe que sí hay en Colombia quien puede reemplazarlo con éxito en la política que ha llevado a cabo. Juan Manuel Santos (Nota de La Carambola: hay mejores), su ministro de Defensa, ha sido, en todo este tiempo, un colaborador, leal y tan firme como él en el objetivo por alcanzar, que es la pacificación de Colombia y el fortalecimiento de su democracia. Ambos están ahora más cerca que nunca en las últimas décadas.

Madrid, Julio de 2008